Bolsa Negra

Foto de una bolsa negra del tamaño de un cuerpo tirada en un zanjón. Imagen creada con Inteligencia Artificial.

Clarea. Mis manos tiemblan: hace no más de media hora, en pleno tiroteo, evitando que entren a una fábrica mugrosa, le disparé a alguien. No es mi primera vez en un enfrentamiento, pero esta vez estoy seguro de que le di. Y es la primera vez que le doy a alguien. Escuché el grito de dolor, un grito claro en el caos del tiroteo. Después sollozos. Después gritos de sus compañeros pidiéndole que se calle. Me habían contratado para cuidar un complejo de fábricas en las afueras de Buenos Aires, en el cono urbano.

Ese alguien no está por ningún lado: se rajó a la mierda. Por detrás se acerca el comisario del distrito, un amigo que me ayudó a conseguir este trabajo de seguridad privada. Me mira, se da cuenta de que estoy muy nervioso.

—Tenemos que encontrarlo —me dice—. Ese pelotudito debe estar tirado por algún lado.
Me pide que lo acompañe al patrullero, del baúl saca una bolsa negra, grande, muy grande. La estira y me doy cuenta de que puede entrar una persona. O un cuerpo. Me la da.
—Iincreíble, Luisito, que con un viejo .32 le hayas pegado a tanta distancia. Increíble.
Hacía veinte días que me habían dado este laburo en la agencia de seguridad: tenía que cuidar un parque industrial gigante por General Rodríguez.
Empezamos a caminar entre los yuyos y vemos las primeras manchas de sangre: al principio pocas, después más.

Amanece. Ya no son necesarias las linternas. Los pastos del predio abandonado llegan hasta las rodillas, igualmente cada metros podemos ver manchas de sangre.
Manchas cada vez más grandes: a “ese alguien” cada vez le cuesta más caminar.
Unos cincuenta metros más adelante está el alambrado que delimita el final del predio industrial. Roto, agujereado, oxidado, abandonado.

Con el comisario cruzamos al otro lado, afuera del predio, y salimos a un camino de tierra.
Ya era totalmente de día. Unos metros más allá una gran mancha, mucha sangre. Y las huellas de un auto. Y ningún alguien, ningún herido, ningún cuerpo, nada. Nada.
—Se lo deben haber llevado los suyos: ya lo vamos a encontrar. ¡Relajate, Luisito! Dame el revólver y quedate con este.

Mis manos no dejaban de temblar, le di el .32 y agarré otro.
—Andá a hacer el informe, no cuentes nada. No disparaste a nadie. Acá no pasó nada.
En silencio volvemos caminando hasta el patrullero. Agarra la bolsa negra y la mete en el baúl.
—Relajate, ya lo vamos a encontrar, lo vamos a meter en esta bolsa y lo vamos a tirar en un zanjón. Zanjones sobran.

El trabajo de vigilador es uno de los más ingratos y peor pagos de la Argentina.
Los empleados no reciben entrenamiento, les dan un arma, y a cuidar algo por el pan que llevan a la mesa.

Texto y foto
Juan Moccagatta
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