Pedagogía de la mendicidad e infancia traicionada

Un grupo humano se transforma en multitud manipulable cuando se vuelve sensible al carisma y no a la competencia, a la imagen y no a la idea, a la afirmación y no a la prueba, a la repetición y no a la argumentación, a la sugestión y no al racionamiento.
Jean Revel

No todas las aulas tienen cuatro paredes, cualquier lugar, para bien o para mal, puede convertirse en un escenario educativo, tal cual ocurre un día cualquiera, cuando una niña de aproximadamente ocho años de edad deambula de casa en casa pidiendo “algo con lo que me pueda ayudar”, acompañada por un niño de unos dos años, custodiados en la acera de enfrente por una mujer que, por los rasgos fisonómicos debe ser su abuela. Quien sostiene una bolsa para guardar los insumos a recoger por la niña y emblematiza la figura de autoridad ante quien pide, lo que me lleva a pensar en las propuestas de Michel Foucault sobre vigilar y castigar sino se cumplen los designios de la autoridad doméstica y el uso de los infantes como señuelo para encontrar un objetivo, pero al mismo tiempo, representar una dramática situación de la niñez truncada y sus nefastas consecuencias en el desarrollo cognitivo/afectivo y perfil sociocultural de quienes están expuestos a esta injusta situación.

De allí la reflexión sustentada en la instauración dentro de la cotidianidad, de una educación extramural sostenida en este caso por una pedagogía de la mendicidad, a establecerse como mecanismo sustentador de una serie de recurrencias a irse encadenando hasta conformar un improvisado, pero no menos importante ‘currículo’, para formar al pedigüeño y de allí institucionalizarlo en las prácticas de la mendicidad a modo de oficio. Más aún, con el uso de figuras potencialmente vulnerables, tal es el caso de niños, ancianos o minusválidos, para conformar estampas realmente grotescas y deprimentes que representan la realidad de un país demolido por una cultura de la indiferencia, intolerancia e inequidad

En medio de este entresijo de emociones, llego a pensar en el cuento de la Caperucita Roja, donde quizá esta niña es su absurda representación en un bosque de concreto profundamente indolente, en el cual el lobo feroz se ha multiplicado en anónimos personajes que devoran la infancia ante la mirada indiferente de un colectivo extraviado en el laberinto de las falsas burbujas de la felicidad material, instauradas por diversas pedagogías para extender sus tentáculos e indudablemente traicionar la infancia, demostrar que las recurrencias en la afectividad, sensibilidad y espiritualidad son simples cascarones vacíos a ser llenados con una retórica oportunista para sustentar el lobo feroz de las ideologías.

Sí, de ideologías en plural, para intentar aludir a un corrosivo mosaico de interpretaciones de la realidad en función de los intereses individuales, políticos, económicos, religiosos; divorciados de la solidaridad, tolerancia y equidad. Simplemente es establecer parcelas para conservar los instrumentos de regulación del poder y su concentración según esos intereses. De vuelta a Foucault, las microfísicas del poder a prolongarse y desbordar los límites del derecho e imponer sus sistemas de dominación y regulación. Es el poder verticalizado a partir de una deidad a desdoblarse bajo las manifestaciones de una paternidad, al hacerse Estado con sus característicos sistemas de regulación a través de la historia como centro del eje manipulador de una ciudadanía profundamente injusta, carente de valores y supeditada a la dádiva del que más tiene. Esto es, la búsqueda del eterno resarcimiento de la recompensa y no del merecimiento; ello con su indudable base religiosa fundamentada en el pecado a extenderse a modo de deuda impagable.

Paradojalmente, la marginalidad también es un sistema de explotación a crear sus propios sistemas de regulación; uno de ellos, la pedagogía de la mendicidad a desarrollarse en la escuela doméstica donde los grandes paradigmas y propuestas educativas conculcan ante una realidad de la cual muy pocos quieren saber, o más bien, tenerla allí en reserva para cuando los intereses electorales exijan votos o las religiones acólitos. Mientras, el mundo está de espaldas para que el lobo feroz continúe truncando sueños e ilusiones, no permita a la infancia vivir sus particulares instancias, sino, acelerar una adultez convergida en una fuerza laboral sumisa y obediente, condicionada a las dádivas, resignada que luego de esta vida, vendrá otra mejor.
En función de lo anterior, veo que la literatura en su carácter predictivo y revelador de realidades, contiene reales y válidos argumentos para intentar comprender situaciones tan absurdas como la referida. Palpar en realidad ajena que los ‘Panchitos Mandefuá’ de Pocaterra existen fuera de las historias textuales, formar parte de una historia a nunca cambiar, a siempre repetirse en función de una infancia traicionada. Claro, con sus variantes modernas, tal es el caso de la abuela en su rol de lazarillo para guiar por esos insanos caminos ignorados por todas las instituciones, desde el Estado hasta la Iglesia, mostrar el fracaso de un sistema educativo y llamar a reflexión a los docentes para repensar su labor en función de esas arbitrariedades que escapan a una simple administración de contenidos programáticos, o la entrega de recaudos a convertirse en simples estadísticas para satisfacer egos gubernamentales.

Indefectiblemente, mientras el colectivo sigue anonadado frente a los grandes avances científicos, la inauguración de emblemáticos comercios que ameritan la intervención de la fuerza policial para controlar la turba histérica, esta niña, con su candidez, inocencia e ingenuidad, volverá un día cualquiera a recorrer estas calles en compañía del otro niño para recibir la injusta dádiva que alimenta y fortalece la pedagogía de la mendicidad, la convierte en instrumento ciego de su propia destrucción, porque quien pudiera en primera instancia rescatarla, vigila desde la acera de enfrente, para que la inocencia cumpla con esta dantesca misión…
El Paraíso, agosto, 2023.

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