LA PRIVATIZACIÓN DE LOS ESPACIOS COLECTIVOS O LA SINRAZÓN DE LA CIUDADANÍA

…El derecho al espacio público es en última instancia el derecho a ejercer como ciudadano que tienen todos los que viven o quieren vivir en las ciudades…
Jordi Borja – Zaida Muxi

Esta reflexión surge a partir de la apropiación de los espacios colectivos y el consiguiente achicamiento de la dimensión físico-geográfica a generar una serie de intercambios simbólicos que van más allá de una circunstancia específica, al crear `lugares de la representación` a institucionalizarse en microfísicas del poder, las cuales instituyen formas de dominio, apropiación y exclusión en áreas de uso común, tal es el caso de calles y avenidas convertidas en parcelas donde `alguien` ejerce una autoridad autoinfringida, pero a la larga, consentida, acatada.

Por ejemplo, un camión de frutas aparcado a un lado de una avenida cualquiera, con la consiguiente advertencia de atribuir al objeto la carga significante a desvincularlo de su notación material y vincularlo con el nivel de la representación, para hacer notar la invasión del espacio colectivo y sectorizarlo dentro de un campo simbólico generador de disímiles interpretaciones. De igual forma, los vigilantes particulares de vehículos, una especie de autoridad con derecho a prohibir y agredir cuando sus exigencias no son satisfechas, los puestos de comida rápida o de cualquier tipo de mercancía, las barreras u obstáculos frente a locales comerciales, las terminales al aire libre de los moto-taxistas, son muestra de un ejercicio del poder frente al colectivo obligado por una ley natural, a acatar el imperio de la barbarie urbana.

En tal sentido, la apropiación de los espacios colectivos genera toda una dinámica simbólica imprescindible para comprender este recurrente y abrasivo fenómeno, más allá de consideraciones socioeconómicas, sociológicas y de cualquier otra índole, para situarnos dentro de las opciones de la ciudadanía como sentido de pertenencia supeditada a la interacción entre los espacios de lo íntimo, lo privado y lo público, las tres locaciones a convertirse en circunstancias enunciativas a partir de las cuales el individuo se reconoce en sí mismo y el otro. Reconocimiento a situarlo entre espacios de la certeza y la apropiación de los territorios a hacerlo sentir seguro dentro de los conglomerados urbanos.

Al respecto, la concepción sobre una ciudadanía rebasa la categorización jurídica para convertirse en un denominador común del agrupamiento alrededor de intereses a constituirse según determinadas acciones pedagógicas, bien sean religiosas, políticas, culturales, sociales, patémicas. Todas ellas configurantes de sentidos de pertenencia a determinar en primera instancia, las relaciones comunitarias a diversificarse por medio de la universalización de las relaciones de significación. Entendida esta universalización como el principal agente legitimante de las relaciones intra e intersubjetivas de la humanidad a fin de soportar sistemas simbólicos de recurrente y consuetudinaria transformación para establecer balances, mediaciones y sistemas referenciales afines.

A pesar de los sistemas de regulación y sostenimiento, en medio del caos y la anarquía, las nociones de ciudadanía se diluyen para dar paso a una sensación de ajenidad frente a las diferentes parcelas que segmentan cada vez más las ciudades, aíslan a sus habitantes en áreas restringidas sustentadas por sus propias normas, aun cuando atenten contra los derechos elementales del ciudadano y los preceptos constitucionales del libre tránsito o, el uso sin discriminación alguna de lugares comunes, tales como las aceras, calles, avenidas o baños públicos ubicados en terminales de pasajeros o sitios recreacionales, pero que de alguna manera han sido privatizados al ser exigido un valor monetario por su uso, cuando ello debe ser una garantía del ente prestador del servicio.

Además de la privatización de los espacios colectivos, ocurre una territorialización de lo doméstico sobre las áreas usurpadas, por medio de la traslación de particularidades hogareñas a los sitios colonizados a través de determinados oficios consentidos como propiedad privada por las razones esgrimidas en párrafos precedentes. Esta domesticidad de los espacios colectivos implica una extensión del hogar por medio de la apropiación, sectorización y segmentación de lugares comunes en función de actividades del entorno íntimo, tales como: comer, descansar, atender visitas, la presencia de niños jugando o atendiendo deberes escolares. Estas son estampas típicas en medio de la cotidianidad citadina que ha creado diversas perspectivas panópticas para ensamblar un mosaico físico-geográfico de diversos matices.

Paradojalmente, los espacios colectivos se han transformado en localías domésticas a prolongarse en función de la competencia generada a través de la consolidación de los puntos comerciales; variable que fundamenta una jerarquía al momento de tomar en cuenta la constitución de tribus periféricas a colonizar los espacios de la ciudad, pues a la suma, configuran un colectivo a imponerse sobre la institucionalidad, una especie de metapoder a centralizar una serie de dinámicas que en muchos sentidos, rebasan los criterios de autoridad al constituir sistemas de regulación paralelos a los ya establecidos. Entonces, la aparente periferia es un centro generador de poder, aunque su esencia represente una tropelía a la ciudadanía y su manifestación en espacios comunes sin limitación o discriminación alguna.

Indudablemente, en estas tribus urbanas reside la instauración de ciudadanías emergentes a codificar pautas y normas para colidir con la natural ciudadanía, en todo caso, excluida de esos espacios colectivos para dimensionarse en una extranjería profundamente significante, sostenida por evidentes fronteras que delimitan los diferentes escenarios a constituirse. De allí la territorialización de una vorágine que, junto a otras, implosiona lo establecido para luego institucionalizarse, representar una normalidad dentro de la sinrazón y las a-lógicas de sentido. En todo caso, interpretar un sistema generador de sustentaciones referenciales mediante la falacia de la falsa equivalencia a partir de una lógica aparente, pero en el fondo, no existe ninguna; sin embargo, produce una sustentabilidad argumental.

En esta a-lógica equivalencia, el privilegio de pocos se convierte en la conculcación del derecho de muchos; la tribu permea los espacios aparentemente constituidos para establecer bordes y fronteras alrededor de los lugares colonizados. Pero aún más, la institucionalidad pacta con ella al gravar su actividad, hecho que la legitima, pero al mismo tiempo implica el fortalecimiento de una supremacía frente a los otros contribuyentes desplazados en cuanto al uso de esos espacios. Una muy interesante e ilógica equivalencia que quizá muy pocos perciben, pero es determinante a la hora de sentarse a reflexionar sobre la privatización de los espacios colectivos y el desamparo de una ciudadanía frente a la vorágine urbana.

Al respecto, la ciudad se convierte en el lugar de los encuentros/desencuentros; movilidad/inmovilidad, donde las microfísicas del poder establecidas por los agentes privatizadores de los espacios colectivos y, bajo el fomento de ciudadanías emergentes, la barbarie se normatiza para suponer equivalencias sostenidas por la desigualdad, discriminación y exclusión de la gran mayoría de los lugares comunes, ahora transformados en pequeñas parcelas, que a la suma, es un inmenso territorio cercado mediante un proceso colonizador de grandes dimensiones a hacerse cada día más evidente y significativo. Entonces, las nociones de ciudadanía parecieran ser una sinrazón dentro de una barbarie urbana, esa otra civilización alterna que despunta en medio de un incierto horizonte político, social, cultural, religioso.
El Paraíso,septiembre,2023

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