En esta oportunidad la argumentación recae en la palabra y los mundos significantes, para intentar un recorrido por las diversas implicaciones de los planos enunciativos dentro de la acción comunicativa, en función de los enunciantes y su rol de atribuyentes de la significación de la realidad que les rodea. Pues la realidad no significa, sino más bien, es significada por un sujeto que crea nociones de esa realidad a convalidarse con sus semejantes y convertirse en universo simbólico a compartirse.
Así que los planos enunciativos van a ser las diferentes posibilidades para comprender la realidad, y de esta manera configurarse múltiples y disímiles formas de abordar los diversos acontecimientos que a diario son interpretados en diferentes partes del mundo, pero llegan a coincidir para ganar universalidad y convencionalizarse en cuanto criterios surgidos de las contraposiciones, semejanzas y coincidencias en el argumento. Influyendo dentro de las variables interpretativas los motivos ideológicos, religiosos, sociales, culturales, que son quienes moldean los esquemas sobre los cuales van a estar soportados los diferentes criterios.
Sobre esas variables hay que destacar una fundamental, la afectivo-subjetiva a través de la cual surgen los mundos del sujeto para incorporarse a la acción enunciativa como uno de los más determinantes elementos que permiten la empatía con los enunciados, al romper límites físico-geográficos, nacionalidades, barreras idiomáticas, para consolidarse a modo de arquetipos para servir de referente a universales consideraciones que tocan muy de cerca los mundos íntimos de los sujetos enunciantes. Ello ha sucedido con la música, por ejemplo, al convertirse en un idioma universal, que inicialmente puede comenzar siendo una manifestación particular de una región, para luego convertirse en patrimonio de la humanidad.
La anterior consideración conlleva a considerar los mundos primordiales del sujeto a manera de punto de encuentro para el establecimiento del llamado pacto argumental, o soporte central de la enunciación y las potencialidades de la empatía para reconocerse en lo referido enunciativamente, efecto que en la literatura y el arte en general tiene una significativa ponderación al momento de leer un texto y compenetrarse con él. Aún más, que el discurso estético provea a las realidades soportadas en lo racio-objetivo, insumos para nombrar desde la potencialidad metafórica, argumentos etiquetados bajo la índole científica, tal es el caso de la tipología médica al nombrar la nostalgia y definirla “el mal de Odiseo” o la connotación del medicamento ‘morfina’ en correspondencia con el dios Morfeo.
En este sentido, muchos espacios, personajes y referencias del mundo literario son llevados a la realidad para nombrarla, tal es el caso del título de la mejor novela escrita por Gabriel García Márquez, Crónica de una muerte anunciada; expresión utilizada con una recurrencia asombrosa para referirse a algún acontecimiento y reflejar de manera directa y contundente el valor predictivo del texto a desarrollar bajo ese título. Por ejemplo, en su oportunidad, para anunciar momentos electorales en diferentes lugares de Latinoamérica, fue usado el título Crónica de unas elecciones anunciadas, para corroborar los favoritismos establecidos a través de los diferentes instrumentos de medición. O hacer críticas sobre los sistemas de organización electoral en función de la confiabilidad o transparencia de los resultados.
Mediante las dimensiones configurantes de la palabra, las fronteras entre dimensiones reales y ficcionales parecen borrarse para convertirse en puntos de encuentro que van a impulsar la efectividad de la acción comunicativa. Desde tiempos inmemoriales, la palabra precede la acción en su función predicativa, allí converge el espíritu de la deidad y la acción para la formación del mundo: “Dios dijo: hágase…” es la fuerza de la palabra vertida en acción en un momento enunciativo determinado. Pero no solo en las recurrencia de lo sobrehumano para significar el acontecimiento, sino desde la historia misma, quien nace cuando comienza a ser contada; esto es, cuando queda impostada a través de la palabra que posteriormente pasa a convertirse testimonio de la humanidad.
Entonces la palabra es consustancial al hombre, forma parte de su naturaleza enraizada en la necesidad de comprenderse, comprender al otro y al mundo que lo rodea; mucho más en estos tiempos cuando la Internet, las redes sociales y los dispositivos electrónicos han abierto infinitas ventanas para leer los acontecimientos en tiempo real, mediante la asombrosa instantaneidad que permite recorrer diversos predios para obtener la información deseada, los acercamientos pretendidos, el emprender actividades remotas en estos tiempos de pandemia como nómadas digitales que encuentran en su camino otras voces y propósitos para la conformación de grupos mediante los cuales compartir intereses.
En todo caso, los tiempos han diversificado la concepción de palabra para mostrar su trasmigración en diversos discursos, con la creación de llamativas codificaciones para aprovechar al máximo los espacios ofrecidos por algunas redes sociales como Twitter, donde se ha hecho común el uso de emoticones, o la combinatoria del discurso icónico con el de la grafía para estructurar enunciados. Trayendo como consecuencia una nueva alfabetización digital bajo la instrumentación de una didáctica espontánea en la cual la acción comunicativa va enseñando nuevos recursos para el manejo de las redes cada vez más entretejidas en torno a la vida cotidiana, que en este momento, son imprescindibles para el diario convivir consigo mismo y los demás.
Bajo estos criterios argumentativos, la palabra posee el don de rearticularse con asombrosa adaptabilidad a las circunstancias enunciativas, lo que quizá sucede con ella es que en oportunidades no estamos conscientes de esos atributos de la palabra para mudar de piel, y pretendemos quedarnos anclados en el complejo mundo de la gramaticidad con sus normas y sesgos que en momentos coarta la expresión de la acción comunicativa. Quizá uno de los ejemplos más fehacientes de ello, sean los escenarios educativos, en los cuales, en nombre de una tradición, sean satanizados espacios enunciativos alternos, por demás complementarios, de la acción docente, como son el cine y la televisión. O el actual uso de las plataformas digitales para impartir educación en tiempos de pandemia y las grandes tergiversaciones en cuanto a la educación a distancia.
Quizá esté en uso el medio digital, variando su alcance y efectividad, según las condiciones socioeconómicas de los participantes, pero muchas veces la creatividad para su uso es inexistente. Como desarrollar un contenido con simplemente dar una instrucción que lleve a responder una serie de interrogantes o a consultar información en Internet, sin importar la forma de procesar esa información, en un alto porcentaje devenida del ya clásico y famoso ‘corta y pega’ o de los clásicos portales web que se dedican a ofrecer trabajos pre-elaborados a los estudiantes de cualquier nivel educativo, pues la pandemia del corta y pega ya estaba circulando antes de la llegada del Covid-19, contando con la solemne aprobación del docente, quien muestra mayor interés por la cuantificación, que en la cualificación del aprendizaje.
Pareciera que han cambiado los instrumentos pero no las modalidades, con la técnica de la lectura de un texto para luego desmenuzarlo en preguntas a ser respondidas por los estudiantes, volvemos a los tiempos del bachillerato con los tradicionales textos de Literatura de cuarto y quinto año, que presentan la información sobre obra, autores, movimientos literarios y demás generalidades sobre el contenido, a través de la abstracción. Seccionando la obra como si de un cadáver se tratara para ir identificando mecánicamente partes y funcionabilidades estéticas. Imponiendo lecturas que paulatinamente castran al participante que nunca ve ese acto a modo de placer, sino de simple asignación escolar o académica.
Lamentablemente se han establecido profundos e insalvables sesgos con la palabra a través de etiquetas o pretensiones meramente objetivistas, intentando desplazar a planos secundarios al sujeto enunciante y su dimensión afectivo-subjetiva a un simple emisor o receptor de un mensaje con base en una referencia determinada, cuando en todo sentido es un ente activo en el procesamiento de una codificación que exige a cada momento dinamizarse tanto en su comprensión como resignificación para garantizar la acción comunicativa.
Con recurrente frecuencia aun se repite en los predios académicos la insalvable diferencia con respecto a las etiquetas del discurso: técnico, literario, coloquial, asumidos dentro de las perspectivas de las situaciones comunicativas estructuradas y no estructuradas; formales e informales, para de esta forma anular vinculaciones de la palabra con la cotidianidad, en un suicida intento por establecer abismos entre el arte y la vida del hombre. Así en los escenarios académicos se insiste en la metáfora a manera de tropo retórico utilizado por el discurso para lograr su estructuración estética, formalizando así uno de los más grandes embustes de la historia.
Al contrario, la metáfora forma parte de la subjetividad del enunciante, está presente en su vida diaria y aparece de manera espontánea al momento de querer expresar una acción o acontecimiento que lo desborda, o es que un enamorado requiere de un altísimo nivel académico para poetizar lo que siente (metáforas de la vida diaria). O cuando escuchamos a alguien “muerto de hambre o de cansancio”, no lo relacionamos directamente con un dominio de la retórica lírica, sino entendemos la necesidad comunicativa para magnificar una determinada situación.
Así que la palabra no es una cáscara hueca que está allí inamovible, morando los predios de los diccionarios o las academias para nunca salirse de una norma establecida. Todo lo contrario, la palabra es arcilla milenaria a ser moldeada a través de la creación e imaginación del enunciante, ser soñada según propósitos profundamente humanos aferrados a lo afectivo-subjetivo, y este es el principio básico de la creación literaria: la capacidad de producir construcciones imaginales que sean evidencia de una realidad sostenida por sí misma, percibida desde otro ángulo más osado y desafiante de las leyes de la causalidad impuesta por lo racional-objetivo.
La imaginación hecha palabra o grafía del universo implica la convergencia del plano real con el plano ficcional para instaurar universos simbólicos con plena autonomía referencial, para dejar a un lado el clásico ritornelo de que la ficción es mentira; nada más falso, pues la ficción es una alternativa complementaria de la llamada realidad, a su vez, la realidad complementa la ficción; ambas forman parte de una inseparable combinación para fortalecer la referencialidad de los discursos a través del establecimiento de un pacto argumental entre el texto y el lector.
Este pacto argumental también llamado ficcional, al intentar explicar los niveles de complicidad argumental a establecerse al momento de la lectura en su manifestación del más pleno placer de adentrarse en los mundos imaginales contenidos en el texto. En ese pacto es posible el disfrute de la lectura y sus correspondientes detonaciones de la imaginación que hacen de esta experiencia un maravilloso viaje hacia los mundos, acciones y personajes aludidos por los textos literarios. Pero no solo de estos textos, sino de otros que por un acto de fe, pasan a convertirse en una realidad para muchos, tal es el caso de la Biblia, una narrativa que puede ser vista desde diferentes perspectivas: una de ellas, la gran joya de la literatura universal, o la otra, un entramado místico convertido en paradigma de la humanidad; en ambas, la ficción es argumento esencial para su sostenimiento en el tiempo y el espacio.
De no existir ese estamento extraordinario, la concepción de la deidad no funcionaría como categoría argumental, que trasvasado a un acto de fe, consolida una sólida certeza que mueve en gran medida las acciones de la humanidad. De la misma manera, los mundos imaginales de la literatura llegan a incidir en la creación de nociones de realidad, bien sea por el cuestionamiento de circunstancialidades sociohistóricas, el develamiento de las trascendentales manifestaciones subjetivas del hombre, o la posibilidad de narrar el mundo desde la memoria transfigurada en palabra ensoñativa.
Ante tales consideraciones sobre la palabra, he venido proponiendo la lectura creativa a modo de instrumento para diversificar la palabra y hacer de la acción discursiva un verdadero escenario para el nacimiento de renovadas formas de reconstruir interpretativamente la realidad. Porque si la palabra es parte consustancial del Ser, la lectura es el vínculo primordial con él mismo y los espacios que lo rodean, comenzando con el primer principio de la lectura: la mirada. Donde leer y mirar forman parte de un proceso equitativo para lograr la interpretación, y darnos una mayor amplitud en cuanto la lectura como práctica para comprender el mundo; así que, narramos el mundo como una forma de leerlo y comprenderlo, al mismo tiempo comprendernos nosotros y ser comprendidos por el otro.
En honor a ese maravilloso, enigmático e inagotable universo simbólico conformado por la palabra, esta columna lleva por nombre: Desembarco en la palabra, para honrar a ese puerto donde todos llegamos a diario a buscar las certezas; al mismo tiempo es punto de embarque hacia destinos propuestos o surgidos al calor de las circunstancialidades, pero que siempre asumen la palabra a manera de arcilla para moldear las diversas imágenes que sustentan nuestra acción comunicativa cotidiana. Será por siempre la palabra, ese lugar de desembarco, aún más allá de la existencia física y bajo los estamentos construidos por medio de ella: la fuente inagotable de la creación, la forma heredada de la deidad para hacer de los tránsitos cotidianos, la mejor manera de vivir.
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