MÁSCARAS, SONRISAS Y SOCIEDADES HIPOCRITIZADAS

El tema a desarrollar en esta oportunidad, invita a recorrer un camino extraordinariamente escabroso por las tres variables a manejar: sonrisa, máscara e hipocresía; pero vale la pena indagar Ontosemióticamente las mascaradas reveladas por las sonrisas metabolizadas en una sociedad del desafecto, y entronizadas como ejercicio de la manipulación, donde la candidez, sencillez y rostros felices, son la mayor argucia para alcanzar propósitos, aun a costa de la manipulación y sacrificio de los demás. Al respecto, uso el término metabolizado para referirme a las sonrisas que son materia prima para alcanzar metas precisas en sociedades regidas por los espejismos de la felicidad, —que son todas sin excepción alguna—, y de esta forma conjurar cualquier acción excluyente y segregadora.

En principio, estamos frente a la potencialidad manipuladora de las sociedades mediante diferentes mecanismos de intervención sobre la conducta del individuo, comenzando con los valores transmitidos por los aparatos educativos tanto formales como informales, todos ellos, mancomunados alrededor del único fin de ‘adaptar’ la individualidad a un colectivo. Para luego hacerse perniciosamente, conciencia del sujeto y actuar en función de esos preceptos inculcados y demostrables a partir de una serie de efectos corporeizantes que tienen su más emblemático ícono en la moda y sus cambiantes tendencias. E indudablemente, la sonrisa es hoy día otra de las cualidades a demostrar la conducta domesticada ante los requerimientos sociales.

En tal sentido, los rostros van siendo modelizados, cincelados alrededor del marketing de la sonrisa, desde la inocente advertencia de los locales comerciales: “sonría, usted está siendo filmado”, hasta el grafiti que anuncia la presencia divina bajo la premisa: “sonríe, Dios te ama”, son formas de mostramos una muy peculiar incardinación a un paraíso, en el cual, las puertas siempre permanecerán abiertas a los que de alguna manera adquieran la sonrisa en el extenso y variado bazar ofrecido por la sociedad del desafecto. Más allá de lo extremo que esto pueda sonar, es una tendencia a hacerse viral en el grandilocuente escenario de las redes sociales, la mayor dimensión para la concreción de la teatralidad del sujeto tratando de ocultar sus carencias y miserias.

En función de esta teatralidad utilizo la denominación de sociedades hipocritizadas para dar cuenta de un proceso de conversión significante que supera la simple condición de sociedades hipócritas, pues al hablar de hipocritizadas, el fundamento está vinculado al orden discursivo-simbólico a constituir todo un sistema referencial a volverse un peligroso argumento al momento de sopesar la acción del sujeto en función del sí mismo y del colectivo. De este modo, la condición natural de la representación corporal se hiperboliza para hacerse un mecanismo de seducción preponderante mucho más allá de la palabra, donde la corporeidad es un cartabón a través del cual, es posible leer el mensaje tanto en su amplitud significante como en su intimidad reveladora; esto es, lo oculto tras la máscara y real representación de lo expresado. De allí la posibilidad de este acercamiento ontosemiótico de ir tras la máscara e intentar descifrar el rostro escondido tras los velos de la sonrisa.

Con la masificación de las redes sociales, el histrionismo y las mascaradas han ganado terreno para abonar parcelas hedonistas donde el sujeto puede enmascararse para encontrar acólitos alrededor de determinado referente y lograr un posicionamiento para hacerse visible y poder emerger de un anonimato sin salir de casa; en la comodidad y confort de su hogar, logra penetrar las otras ‘intimidades públicas’ asoleadas en las redes sociales en un infinito tendero a cada vez prolongarse más y más. Allí las afinidades no se hacen esperar bajo el establecimiento de un guion a convencionalizarse e irse alimentando de diversos referentes, con una fuerza incalculable cuando se tratan de temas vinculados con el amor, felicidad, realización. Y por supuesto, la necesidad de sonreírle al mundo y espantar los presagios de tristeza, soledad y aislamiento.

De manera asombrosa, vuelve a ponerse en la palestra pública el pecado de la tristeza tan abominado en épocas anteriores y relacionado con la melancolía, ese triste mal del cuerpo que hace sucumbir al sujeto para alejarlo de todo atisbo de felicidad. En tal sentido, la tristeza del mundo conlleva a la muerte espiritual, por lo que, la alegría depara la felicidad, en el caso de las religiones, la depositada en Dios y la conversión del individuo a través de los preceptos de la deidad. Para el hombre, media entre su conciencia existencial y vivir a plenitud, o las imposiciones sociales en función de la obtención de bienes, ser reconocido y capaz de ‘competir’ por su bienestar manifestado en adquisiciones materiales de las que pueda ostentar a modo de privilegios frente a los demás. Quizá ejerciendo el aforismo de: a mayor tenencia, más sonreído, por ende, manifiestamente feliz.

En interesante paradoja, la sociedad del desafecto impulsa las promociones de ingreso a los espacios del reconocimiento a través de la sonrisa, contraviniendo las más elementales dialécticas existenciales basadas en la subjetividad trascendente, que en este caso se descentra para dejar libre el paso a los mecanismos de manipulación que los ‘muy’ sonreídos utilizan para mantenerse a flote en los convulsionados mares consumistas. Creándose una verdadera paradoja, porque en muchos sentidos la sonrisa es un fingimiento o máscara para convencionalizarse en la masa amorfa del rebaño social y, poder transitar los caminos delineados por los espejismos de la felicidad, hecha bien de consumo a adquirirse en los anaqueles de los bazares de sonrisas.

Ahora bien, si la hipocresía es un antivalor, ¿Cómo se transforma en un valor a ser trasmutado mediante la conducta humana en referencia a las exigencias sociales? Desde el punto de vista ontosemiótico, es la hipocricidad el procedimiento estandarizado en las sociedades del desafecto para hacerse discurso de profundas potencialidades significantes que encubran los ‘cambios de personalidad’. Esta hipocricidad es una funcionabilidad que gana más adeptos cada día a manera de permanencia dentro de los estándares sociales bajo los refrescamientos de la actitud y conducta del individuo, tal cual lo reprocha el filósofo francés Jean Baudrillard en su texto El desafecto del arte (2012), al cuestionarlo con la persistencia de la simulación inauténtica o falseamiento de la ‘realidad’ para reapropiarse de ella de manera fraudulenta.

En tal caso, la sonrisa estará inserta en un arte de la simulación inauténtica para lograr un fin determinado, impostar un rol según la circunstancialidad enunciativa que le corresponda afrontar y salir con bien de ella, al mismo tiempo, hacerse mecanismo utilitario o conversión en mercancía a ser vendida al mejor postor y sacralizarse en función de una operatividad recurrente profundamente alejada de la sinceridad, pues ha caído en los terrenos de los estereotipos de la simulación, una forma de construir especies de manuales para la sonrisa de la ocasión, que indudablemente en la evolución de las sociedades, han demostrado su eficacia y ponderación al momento de hacer balances de efectividad en sus potencialidades de artilugio, engaño y manipulación.

Pero además de las imposiciones sociales sobre la sonrisa, hoy día las redes sociales en su configuración de modernos muros de los lamentos o atalayas para la redención, permiten analizarla dentro de la conciencia del sujeto y su tránsito hacia un estadio de profunda felicidad. En nada pueden envidiar estos escenarios a las grandes concentraciones religiosas en las cuales el testimonio es elemento para la conversión colectiva, cuando aquel ser impuro, pecador, tentado por las bajezas del mundo y las tentaciones del pecado, se yergue triunfante ante la multitud y proclama su conversión. Una especie de resucitado a una nueva vida, blande su trasformación a manera de evidencia la intervención divina.

Pues bien, en las redes sociales acuden cada vez más testimoniantes de la sonrisa y su transfiguración en seres felices con decálogos que los redimen ante la anónima audiencia. Allí hacen declaratorias del porqué sonríen, entre ellas: “se han cansado de estar tristes, han dejado de buscar culpables y perdonado a la humanidad”, al mismo tiempo, reconocen que “es su mejor arma para alcanzar lo pretendido”. En fin, “sonríen porque lo merecen” a modo de ungidos por una revelación divina a manifestarse en el rostro a través de la sonrisa que, por cierto, en esta sociedad del desafecto, es el rostro una de las partes más demandadas para las refracciones de rigor y el moldeamiento según los estándares imperantes en la moda de la época actual.

De allí la proliferación de oficios y emprendimientos relacionados con el rejuvenecimiento facial, maquillaje y todos aquellos intríngulis para revestirlo de renovadas figuras. No se diga de la ostentosa medicina cosmética y sus prodigiosos resultados en el área odontológica. Pero en el fondo, son máscaras a suponer una actuación en el complejo teatro de la vida. Es ingresar a un mundo argumentado básicamente por la apariencia, por lo que vale recordar las palabras del filósofo italiano Nicolás Maquiavelo: “En general, los hombres juzgan más por la apariencia que por la inteligencia, pues todos pueden ver, pero pocos comprenden lo que ven”.

Sin intentar precisar dónde está la verdad o la mentira, si en un rostro sonreído o en uno no-sonreído, pero sí inferir alrededor de la canonización de la sonrisa en medio de una sociedad del desafecto, la simulación y las apariencias de una felicidad soportada por los fines consumistas. Lo cierto es que el sonreír se ha hecho una imposición ejercida desde diferentes niveles: educativos, religiosos, políticos, culturales, sociales, llegando al extremo de calificar a quien no lo hace de paria.

Cada quien es autor de su felicidad o desdicha, responsable de los medios para buscarla, nunca exento de momentos alegres o tristes, que no necesariamente tiene que recubrirse con una sonrisa, pues son actos profundamente personales que obviamente desembocan en una subjetividad trascendente, si son auténticamente genuinos y no impostados a modo de máscaras de la inautenticidad.

Basta de condenar la seriedad, basta de vender la sonrisa como detonante de un estado sublimizado del sujeto, cuando su poder de encubrimiento distorsiona terriblemente los propósitos afables y de sinceridad. Pues, la esencia existencial se manifiesta más allá de las apariencias, ella habita en las profundidades del Ser para resguardarse de las acechanzas del medio, de esas sonrisas falsarias que agreden en sus desleales propósitos. Basta de seguir estableciendo parámetros para etiquetar dimensiones de felicidad mediante los sonreídos y no-sonreídos, sencillamente, será ir más allá de las apariencias para descubrir la real y verdadera alma que rige la voluntad del sujeto bajo la dicotomía autenticidad/inautenticidad, allí encontraremos quienes asumen la vida según el compromiso desde el sí mismo, sin necesidad de estar fingiendo en un absurdo teatro de la vida materializada e insalubre, pues como dice el filósofo español Fernando Savater: “Es propio de las almas anchas y profundas atormentarse: las tempestades ocurren en el mar, no en los charcos…”

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