. SOCIEDADES FETICHE Y VACÍOS EXISTENCIALES

La comodidad es el principal fetiche de nuestra sociedad occidental. No tiene esos poderes que nos intentan vender y es tan sólo un muñeco de madera pintado con colores centelleantes, pero que apenas nos ayuda en nuestro camino de la felicidad.
Rafael Santandreu

El tema de las sociedades estructuradas a partir de nociones de consumo, desafecto, espectacularidad y desubjetivación, abre la posibilidad de alternar diversas isotopías para intentar acercamientos argumentales. Uno de ellos es posible a través de la noción del fetichismo y su articulación con respecto a los vacíos existenciales del sujeto que busca en la exterioridad los caminos para su realización sin tomar en cuenta la dimensión afectivo-subjetiva, o en su defecto, la sacrifica para lograr un posicionamiento social advenido por medio de la adquisición de productos como mecanismo de acción social, imperando de esta forma el poder adquisitivo a manera de instrumento o herramienta para lograr esos fines y propósitos. Esta práctica socaba las estructuras de una sociedad en todos los sentidos y la orienta hacia el sacrificio del sí mismo en pos de una gratificación siempre material que engendra vanas ilusiones en cuanto a lo espiritual.

Al respecto, las sociedades fetiche basan sus principios argumentativos en el desprendimiento del sujeto de su esencia existencial y la transposición de sus intereses a la adquisición de bienes, productos y servicios que deparen la felicidad anunciada por los paradigmas publicitarios. Una especie de postración frente a la superioridad que es garante de la felicidad y satisfacción, para hacer del deseo un mecanismo prefabricado culturalmente y pueda ir extendiendo su dominio e imperio en los espacios de la globalidad que anulan las particularidades identitarias, tan necesarias al momento de hacer requisitorias sobre la presencia de lo auténticamente patémico y afectivo-sensible del sujeto en medio de esa vorágine consumista, haciendo hincapié en la postración ante el fetiche a modo de anulación o aniquilación del sujeto frente a la deidad, a quien es encomendada la voluntad sobre el destino basado en necesidades inciertas. Sí, necesidades inciertas porque realmente no responden a los intereses reales del sujeto sino a la fábrica de ilusiones concebida a manera de paradigma o nuevo paraíso terrenal donde reposa la gloria eterna.

Ya es posible ingresar a ese paraíso acá en la tierra, quizá la noción de centro comercial esté inspirada en él, por la oportunidad de encontrar toda la variedad en un mismo lugar en el cual es posible encapsular la felicidad para irse administrando bajo pequeñas dosis que indefectiblemente van ocasionando dependencia y exacerbamiento de los deseos por suplir las carencias originadas por el afán consumista. Cuánta razón tiene el premio Nobel de literatura José Saramago al escribir su novela La caverna (2000) para recrear el mito platónico y asociarlo en nuestros días, no con el símbolo de la búsqueda interior, sino el triunfo de la economía global a través de un centro comercial –El Centro– gigantesco que deglute su entorno en fiel representación de la vorágine urbana que volatiliza las cotidianidades para mostrar la extinción de un mundo –el artesanal, las manos e ingenio del hombre– frente a la mole de concreto, la gran burbuja que encierra la ilusión materialista para alentar el narcicismo suicida.

El fetiche y sus locaciones actúan a partir de la humanización de los objetos con la consiguiente atribución de cualidades especiales –generalmente poderes sobrenaturales– para hacerlos mecanismos de excepción enunciativo-simbólica. Una verdadera distorsión de la natural subjetivación objetual que forma parte de toda apropiación del sujeto de su espacio para convertirlo en instancia simbólico-patémica, tal cual ocurre con la personalización de los enseres a utilizar cotidianamente, caso concreto los dispositivos electrónicos y el animismo tecnológico a ser cada vez más resaltante y evidente. Pero también, como veremos más adelante, ocurre con determinados personajes en una burda combinatoria de lo ideológico y lo místico para crear nuevas mitologías.

Convencionalmente el carácter fetichista de las sociedades las hace centrarse en el culto al cuerpo y el estímulo de la individualidad como acción social. Elemento a potenciarse con el auge de la tecnología que indudablemente establece un fetichismo muy particular de profunda inclinación narcisista al permitir al sujeto ser participe en la creación de su ‘realidad’ vinculada a una autosuficiencia que llega a descartar al otro y limitar el compartir, tal es el caso del aspecto educativo o de salud, con la incorporación de recursos gestores de aprendizaje y de diagnóstico médico a distancia.

Entre esas manifestaciones fetichistas, la eterna juventud no solo representada por los intentos de preservación del cuerpo físico, sino a modo de acción idolatra dentro de una sociedad de consumo y la formación de la generación kidult, niño/adulto, o los niños con mayor poder adquisitivo en un eterno retorno a los espacios lúdicos de la infancia. Con ese propósito surgen los deseos de modificar el cuerpo y la propia mente para reinventarse en medio de los cursos históricos que tienden hacia la revelación del tránsito hacia la vejez o los estancos entre las edades a medida que transcurre el tiempo. Implica una reapropiación de la realidad a partir del consumo, quien rige los parámetros para la construcción del sujeto desarticulado del sí mismo. En esta voracidad consumista la función primaria de las cosas es superada para convertirse en una acción comunicativa o forma de comunicarse con los otros, de posicionarse en esferas de privilegio a ser recompensadas con el reconocimiento social e integración de grupos de élite.

Esta actitud del sujeto frente a la vida lo lleva a ingresar a un competitivo mundo por ‘ser feliz’ a través de la instantaneidad deparada por esa ilusión que dicta las normas y pautas de ‘cómo ser feliz’, de esa obligatoriedad de ser feliz por medio de las instancias de la insaciabilidad consumista, aunque ésta lo consuma a él. Esta irreflexividad se ha convertido en una lógica de sentido a regir la humanidad entera, a hacer más profundas e irreparables las brechas sociales, acentuando superlativamente la inequidad social que en países con economías depauperadas, aun teniendo recursos naturales para apuntar a un equilibrio, las políticas gubernamentales las han conducido al descalabro de sus estructuras productivas y encerrar las poblaciones entre la angustiosa carencia y las dádivas del Estado todopoderoso y omnipotente.

En ellas ocurre un fenómeno alarmante, los oficios sustituyen las profesiones a modo de actividad rentable para ‘alcanzar’ la felicidad prometida, sobre todo aquellos relacionados con el área de la estética corporal, donde los centros de belleza encarnan la nueva ritualidad para alcanzar la gloria del dios que ofrece renovados caminos de la redención. Mientras el sector educación es desasistido de una manera alarmante y los profesionales del área se convierten en sobrevivientes caracterizados por un gran espíritu vocacional y de servicio al otro. Una especie de heroicidad no reconocida por nadie, ni por los beneficiarios de esta loable acción.

La educación de un individuo es para toda la vida, mientras las felicidades instantáneas tan parecidas a los alimentos de solo calentar y servir, obligan al sujeto a desarticularse de su esencia existencial para penetrar en el macabro juego del consumo que de no satisfacerse, surge la frustración y el resentimiento como culpabilidad impuesta por la religión consumista, un estigma más a agregarse a la cadena de martirios a soportar el penitente que busca angustiosamente las burbujas de la felicidad acantonada en los anaqueles de los establecimientos comerciales de cualquier índole. Ese monstruo silente que devora sociedades enteras camino a su autodestrucción a través de la fetichización de los productos, entre ellos, el área tecnológica, sacándolo de su propósito genérico para atribuirle propiedades especiales y asumirlo en determinadas ocasiones como amuleto para protegerse ante la carencia y la necesidad existencial.

Durante toda la historia de las ideas se ha acudido a la falsificación de los símbolos para concebir nuevas mitologías, en la actualidad es práctica recurrente que lleva al vaciamiento existencial del hombre para hacerlo vulnerable ante los discursos del poder, en este caso, representados por los afanes consumistas de las sociedades como principal detentador de la felicidad, placer y satisfacción. Situación que da un profundo vigor argumentativo al vacío existencial a manera de consumición del sujeto en su propia inconsciencia destructiva en todos los sentidos, para él y el otro. Ya este señalamiento no se trata de una simple retórica académica, es una alarmante realidad de fundamental consideración en el ámbito de las ciencias humanas. Esta práctica convierte al sujeto en tabula rasa para escribir sobre él lo que a la sociedad del consumo le venga en gana.

Bajo la proclamación de la muerte del sujeto se encierran una serie de interrogantes frente a la sociedad de las necesidades y los deseos esencialmente individualistas para develar una crisis de sentido que es al mismo tiempo la crisis del mundo en una acción iniciada hace mucho tiempo atrás con la eliminación del finalismo de las religiones, el derrumbamiento de un mito para proscribir a su dios en el exilio y abrir una verdadera caja de pandora en cuanto a la fundación de nuevas mitologías.

Vacío existencialmente, el sujeto es un anónimo consumidor que ha perdido su ciudadanía patémica para convertirse en un simple espectador de las ilusorias sensaciones de felicidad, placer y confort anunciadas en una sociedad fetiche orientada hacia los efectos producidos por el progreso del conocimiento. En voz de Eduardo Galeano:
Consumo, sociedad de prodigioso envase lleno de nada. Invención de alto valor científico, que permite suprimir necesidades reales, mediante la oportuna imposición de necesidades artificiales.

HERCAMLUISJA@GMAIL.COM