LA FE COMO ESPECTÁCULO

Hablar de fe en una sociedad del aturdimiento e instantaneidad, es realmente complejo, pues los caminos se han desviado hacia otros derroteros donde la espiritualidad no cuenta, sino el espectáculo, la estridencia, la masificación y arengas completamente alejadas del propósito centrado en una acción que desafía la más implícita racionalidad para explorar experiencias fuera de toda lógica cientificista, construir significaciones más allá de lo aparente e indagar en la transcendentalidad, el lugar en el cual el espíritu logra su máxima figuración simbólica, tal es el caso del beato José Gregorio Hernández Cisneros.

Para Hernández Cisneros, la fe es: “garantía de lo que se espera, la prueba de las realidades que no se ven”, por lo que es una acción inherente al profesante, a todo un proceso de conversión patémica y no un simple cumplimiento de normas impuestas por los discursos del poder, muchas veces tergiversadores de los principios esenciales, tal es el caso de las sagradas escrituras y su lectura en función de los cánones y modelos religiosos a conveniencia de determinadas posturas, que en momentos, funcionan como ideologías y no centros de crecimiento espiritual.

Paradójicamente, nadie se ha ocupado de poner en práctica la concepción de fe de José Gregorio Hernández, quizá por la estrechez de las maneras de abordarlo mediante etiquetas, entre ellas: médico de los pobres, científico, venerable, beato, docente, pero sin indagar en la filosofía que da origen a un Ser de excepción, a los principios fundamentales de su vida y obra en la esencia de humano-ser que construyó un mundo para comprenderse él, a través de la presencia de Dios y la vocación de servicio al prójimo.

Lamentablemente, esa sociedad del aturdimiento e imposición del espectáculo a modo de vehículo idóneo para transmitir información en búsqueda de empatías, atenta contra la imagen densamente espiritual de Hernández Cisneros, tal es el caso de los eventos en que incluyen su reliquia, en los cuales, pareciera importar más la espectacularidad que el recogimiento representado por ese símbolo sagrado. Pero no, abunda la estridencia, el escenario ‘ideal’ para tomarse una selfie y banalizarla en las redes sociales.

En este sentido, toca mirar hacia el mundo globalizado y la banalización de iconos de profunda referencia espiritual para la humanidad, a ser convertidos en ambientaciones turísticas y el consiguiente desplazamiento de la significación hacia predios del espectáculo, e indudablemente, su disolución en una cultura de la inmediatez y el olvido. Recientemente por Twitter surgió una interesante polémica alrededor de Auschwitz, los campos de exterminio Nazi durante la II Guerra Mundial, convertidos en especie de parques temáticos. Simples locaciones para ‘turistear’, obviando que fueron espacios de dolor, sufrimiento y muerte.

Igual que Auschwitz, infinidad de lugares históricos se han transformado en el escenario perfecto para la selfie de ocasión, al parecer, el motivo más importante de un gigante rebaño que crece a pasos agigantados en esta sociedad del espectáculo y, la cultura instantánea de solo ‘calentar y servir’, para satisfacer la voracidad consumista, las intenciones mercantilistas, los sueños bélicos y el exacerbado narcisismo digital como formas para ingresar a los espacios del reconocimiento alentados por los auges tecnológicos y las redes sociales.

Irónicamente, el narcisismo digital exige la mutilación espiritual a modo de requisito indispensable para ingresar en el mundo de la exhibición y egocentrismo. Esta castración del sujeto abona el terreno para la siembra de antivalores, induce a la creación de nociones de felicidad instantánea por medio de la satisfacción de bienes de consumo, sin reparar en la hipoteca o deuda a contraer frente a los hegemónicos discursos del poder representados por los grupos económicos, quienes realmente mueven los hilos de un rebaño formado por una infinidad de marionetas.

Este rebaño es conducido dócilmente a aparentes mundos de felicidad, a más decir, burbujas enceguecedoras de cruentas y crudas realidades, para socializar dentro de espacios del artificio creados por medio de diversos mecanismos de regulación. Entre los cuales, destacan entre otros: la obsesión por el cuerpo perfecto, la necesidad del reconocimiento a partir de la vulneración de los mundos íntimos, la institucionalización de las redes sociales a modo de mecanismos didáctico-pedagógicos. Estas tres variables conllevan al sujeto a cosificarse para poder sobrevivir en la materialidad asumida desde la renovada asunción del Paraíso terrenal.

Para propósito de este planteamiento, voy a referirme puntualmente a la vulneración de los espacios íntimos como forma de ingresar a una comunidad virtual y de allí ser reconocido. Para ello, es menester involucrar la funcionabilidad de la selfie en cuanto mecanismo de expresión consentida para ‘mostrarse’ y lograr ubicar la imagen en función de diferentes intenciones. En particular, la erótica, que puede ir desde la intención de conquista amorosa, hasta su mercadeo a través de las denominadas only fans, una manera de combinar el deseo, la exposición y la cotidianidad. Además de alentar el fisgoneo: el mirar sin ser visto, tan efectivo al momento de los afamados reality show.

Ante este panorama de la espectacularidad, la proliferación de ‘dioses venideros’ se hace cada vez más patente, dioses surgidos de la magia cinematográfica, la industria deportiva o el campo político para alentar la ideología consumista, donde creer se ha convertido en pasaporte para ingresar a determinada comunidad significante. He allí el establecimiento de una gran diferencia entre crédulo y creyente, pues no es simplemente creer en algo, sino hacerlo conciencia del sujeto más allá de los cánones y paradigmas, tal cual lo afirma el Catecismo de la Iglesia Católica: “Creer” es un acto humano, consciente y libre, que corresponde a la dignidad de la persona humana.

De allí que, la creencia es ante todo un acto individual para crear una concienciación del creyente alrededor del referente, no necesario místico, sino de cualquier índole, siempre y cuando forme parte consustancial de quien cree. El crédulo es fácilmente impresionable, mientras el creyente hace uso de su convicción para digerir la realidad con base en sus principios y valores. Por ello, la fe es la base consustancial de la creencia, representa la voluntad manifestada en sólida acción del sujeto para reconocerse en la esencia del sí mismo y su proyección en el otro sin imposición ni dogmatismos.

A decir de san Juan Pablo II: “una fe que no se hace cultura es una fe no plenamente acogida, no totalmente pensada, no fielmente vivida”, mucho menos, cuando se hace espectáculo e ingresa a los predios del aturdimiento y la banalización, en lo que el ejercicio espiritual sale de los predios sagrados para subirse a una tarima, arengar multitudes y, simplemente, cuantificar la feligresía para posicionarse, etiquetarse, en las sordas y ciegas carreras por ganar sitiales de privilegio, aumentar la visibilización en esta convulsionada y aletargada sociedad que en momentos despierta, para luego sumergirse en los espacios de confort de la felicidad mercantilizada.

Nunca la fe debe alentar egolatrías o atribuidos apostolados fundados en el espectáculo y la arrogancia, sino en trascender desde los espacios ordinarios hacia la plena realización del sujeto sostenido por sus convicciones, templanza, fortaleza y voluntad. He allí, una de las verdaderas manifestaciones de la libertad en medio de una cultura de la fe, frente a la cultura del espectáculo y el aturdimiento, la gran industria para producir autómatas y cáscaras vacías...

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